Vol 22 (2023) Anthropocene Infrapolitics

A una luciérnaga

Jessica Bekerman

Psicoanalista

Me ha sido difícil ubicarme en su texto. Me he sentido particularmente concernida por cierto modo de presencia del psicoanálisis en la filosofía política. Y especialmente en lo que se refiere a la cuestión de la melancolía que Freud intenta aprehender a partir de una versión no crítica del duelo, lo cual nos remite nada menos que a la relación del hombre con la muerte hoy. Cuyo relieve puede leerse, justamente, en lo que usted denomina, a propósito de su lectura crítica del libro de Enzo Traverso, Melancolías de izquierda:  ‘estrategia fúnebre’ de un debate que ‘se plantea en dirección de la vida, contra la muerte, y en el que no puede haber lugar para los fantasmas’, como si esto último se pudiera prescribir.

Dicha estrategia fúnebre no puede disociarse de la recepción que tuvo la versión del duelo propuesta por Freud en su artículo ‘Duelo y Melancolía’, escrito en los años de la Gran Guerra. Jean Allouch, en su muy importante libro Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, en el que me baso en gran parte en lo que sigue, retoma las lecturas críticas de Geoffrey Gorer y de Philippe Ariès, prácticamente ignoradas en el contexto del amplio y sostenido consenso que obtuvo esta versión freudiana del duelo hasta volverse una referencia común, para situarla históricamente, interrogarla, discutirla y refutarla. Así, ‘Duelo y melancolía’ fue escrito en ese momento crucial en el que el devenir salvaje de la muerte, la muerte tecnológica en las trincheras, trastoca la actitud del hombre ante la muerte; y Occidente se desliza de su exaltación romántica a su pura y simple exclusión. Freud aloja el duelo psíquico, al que le da el estatuto de un ‘trabajo de duelo’, exactamente en el lugar del rechazo y la exclusión del duelo social, pasando por alto la función que tenía el público en el duelo[1]. Aún en la estela del romanticismo y de la bella muerte romántica, Freud plantea que el trabajo del duelo libera al sujeto de la sombra del muerto y de la muerte ofreciéndole un objeto sustituto. Lo cual nos sitúa, en efecto, ante cierta forma de perversión -usted cita el fetichismo desde el Resisting Left-Melancholia, de Wendy Brown. A-versión del duelo, puesto que hay una desestimación en juego, que nos propone un abordaje del objeto del duelo como objeto fetiche; es decir, una orientación perversa del duelo en nuestra época.

Así, el duelo y su reverso psicopatológico, la melancolía, se han convertido en un asunto de prescripción (se han medicalizado), en un mandato superyoico acatado en los más variados campos. He aquí la estrategia fúnebre que usted interroga, desmonta y critica: la melancolía de izquierda prescribiría un objeto sustituto, una nueva oportunidad, una segunda vida por delante, un más allá.

En ese impasse de lo que usted denomina la ‘orientación del ser hacia la muerte’, la cuestión del duelo debe ser problematizada,[2] a la luz de esta inflexión profunda de la relación del hombre con la muerte y con el muerto en Occidente, cuando ‘un tipo absolutamente nuevo de morir ha aparecido (…) en algunas de las zonas más industrializadas, más urbanizadas, más avanzadas técnicamente del mundo occidental’. [3] En todo caso, leí su ensayo teniendo presente la pregunta acerca de qué sería subjetivar una pérdida hoy. El pudor actual ante la muerte, tan agudamente señalado por G. Gorer (‘en la actualidad la muerte y el duelo son tratados con la misma mojigatería que las pulsiones sexuales’[4]) indica que ‘la muerte está sexualizada’ -fina observación de Jean Allouch; ‘pero mutis, ¡aún así el psicoanálisis no va a reconocerlo!’[5] La lectura de su escrito me planteó la pregunta acerca de si la filosofía ha tomado nota de esta relación inédita del hombre con la muerte en nuestra actualidad, y en caso afirmativo, cuáles son los efectos de esta recepción? Pienso que es posible situar desde esta pregunta tanto su interlocución con el psicoanálisis, como su recurso a la literatura.  

Mi lectura de la carta de la primavera de 1941 que Pasolini escribe a su amigo Franco Farolfi, publicada en Pasiones heréticas, y ‘El artículo de las luciérnagas’ que aparece en Los escritos corsarios, no pasó por George Didi Huberman. No he leído La supervivencia de las luciérnagas. De modo que, y no sin relación a lo anterior, me he sentido desconcertada por la recuperación que usted realiza vía Didi Huberman de una posición romántica de Pasolini, quien constelaría con las luciérnagas un  principio de esperanza según una temporalidad en la que el pasado y el presente se encuentran para formar un destello fugaz, un relámpago que súbitamente libera una forma imaginable para nuestro futuro: lugar donde algo del pasado, un muerto, podría ser reconocido como perdido. Sostener esta metáfora menor sería, según usted cita, ‘la apuesta política de Pasolini-George Didi-Huberman’, una invitación a ‘pensar la relación entre la historia y las (dis)continuidades del fascismo’, en conjunción con ‘la esperanza de un futuro mediado por la recuperación libidinal de una metáfora diferencial, diminuta y heliotrópica’. Un trabajo de duelo.

Puesto que un duelo está en juego, y no es posible hablar del duelo en abstracto, quisiera referirme a la enunciación de Pasolini a la luz de su vida, de su poesía, de su literatura, de su cine y, en definitiva, de la íntima relación por él afirmada y sostenida siempre en acto entre el sexo y la política. Me gustaría, entonces, en este ejercicio de socialidad intelectual, traer al diálogo algunos pasajes de la carta de la primavera del 41 y del artículo sobre las luciérnagas, escrito pocos meses antes del brutal asesinato del poeta en un descampado de Ostia, para situar, acaso mínimamente, el punto donde mi lectura de su texto ha tropezado. Porque, justamente, Pasolini nos permitiría ubicarnos en esa distinción entre el trabajo del duelo, con su reverso la melancolía, y la subjetivación de un pérdida -acaso por su propia historia y por lo que su obra realiza como duelo -vuelvo sobre esto al final.

En la carta del 41, en el párrafo inmediatamente anterior al citado en su ensayo, Pasolini habla del sexo:

En cuanto a la parténai, paso horas de languidez y de sueño vaguísimos, que alterno  con los mezquinos, o mejor, estúpidos impulsos a actuar, (…): hace tres días, Paria y yo descendimos (yo subrayo) a las profundidades de un alegre prostíbulo, donde generosas madres y hálitos de cuarentonas desnudas nos hicieron pensar con nostalgia en las playas de la inocente infancia. Luego meamos desconsoladamente. [6]

Lucciole, en italiano, es un término que designa a las prostitutas: gusanos de luz, así se definen en Italia las prostitutas organizadas. Viene a continuación la vivencia con esas otras lucciole, esas que vieron en una cantidad inmensa en la oscuridad sin luna, en la pendiente del Pieve del Pino, formando un bosquecito de fuego dentro de los bosquecitos de ramajes. Y, entonces, la excitación, bajo la forma de la envidia (‘las envidiábamos porque se amaban’) que el amante confiesa porque ellas, en la inocencia de su condición no detienen su impulso en el bosque oscuro; buscándose con amorosos vuelos y luces. Se trata del ritual del apareamiento: el sexo entre las luciérnagas es un asunto de intermitencias. Aquí Eros, el signo de la abundancia y de la preñez; en esta danza de las luciérnagas se trata del sexo.

Donde ellos eran áridos y hombres todos en artificial vagabundeo, el poeta corresponde con una erótica que continúa el deslumbramiento que excita su pluma: ahora las lucciole son  ellos, continuando con sus vidas en medio de la guerra, llenando la noche con sus gritos, la masculinidad queda en potencial, todo en ellos se transforma en risa, en carcajada, el ardor juvenil nunca tan ardiente como cuando se vuelve a ser niño, cuando el cuerpo está allí vibrátil, encendido. ‘Así eramos nosotros esa noche entre las ramas secas que estaban muertas y cuya muerte parecía viva’.[7] La culpa no se hace esperar: los reflectores, esos ojos mecánicos y feroces, el miedo a ser descubiertos, la huida. Y el remanso final en el que poeta relata su propia danza, ya en el alba en honor a la luz hasta apagarse; que es un desfallecimiento, la pérdida del dominio que es también una pérdida de sí. Más que una metáfora heliotrópica, las lucciole son para mí mensajeras de Eros. Así leo esta carta que, entonces, se abre a otro sentido: en medio de las atrocidades de la segunda guerra mundial burla el discurso amo del fascismo y sus feroces reflectores mecánicos y erectos, ‘de los que no se podía escapar’, haciendo pasar en la escritura una excitación, una erótica hasta la extenuación, ese bosquecito de fuego, ni dentro ni fuera del dominio artificial del hombre-rama seca-falo-erecto.

Quisera, en este punto, llevar la ‘frágil metáfora de las luciérnagas’ (¿y qué metáfora no es frágil?) un paso más allá de la significación melancólca humanista, para formular la pregunta acerca de las consecuencias infrapolíticas de también introducir la cuestión del sexo y del erotismo para nuestra comprensión de lo político y del lazo comunitario hoy. 

‘El artículo de las luciérnagas’ llevó por título primero: ‘El vacío del poder en Italia’ -con ese título se publica en Corriere della Sera el 1 de febrero de 1975. Pasolini abre este breve texto con una distinción entre el fascismo adjetivo y un fascismo sustantivo, propuesta como exordio por Franco Fortini en una intervención sobre el fascismo, publicada algunos meses antes en L’Europeo. De esa distinción, dice, que ‘no es pertinente ni actual’. Pasolini escribe desde Italia, pero ese ‘vacío de poder’ es mucho más extenso:

no un vacío de poder legislativo o ejecutivo, ni un vacío de poder dirigente, ni, en fin, un vacío de poder político en cualquier sentido tradicional. Sino un vacío de poder en sí mismo.[8]

¿A qué vacío de poder se refiere aquí Pasolini? ¿Será que ese vacío señala la percatación por parte del poeta, su darse cuenta de que hemos perdido a Dios? ¿Qué nos significa esa pérdida? ¿Qué hemos perdido con Dios? ¿En qué estamos respecto del duelo de la muerte de Dios?

Allouch va a concatenar la muerte invertida con la muerte de Dios, al poner en relación Adiós. Ensayo sobre la muerte de los dioses de Jean-Christophe Bailly y El hombre ante la muerte de Philippe Ariès:

(…) resulta difícil no pensar la relación y no preguntarse si hacer la muerte menos salvaje no sería efectuar el duelo de Dios. [9]

Sucedió algo. Algo que no existía y que era imprevisible, ‘imprevisiblemente nuevo’, fuera de una cronología de la duración, cuando, en Italia, el régimen democristiano (el fascismo democristiano) era la ‘pura continuación del régimen fascista’. ‘No estamos ya, como todo el mundo sabe, frente a tiempos nuevos, sino frente a una nueva época de la historia humana: de aquella historia humana cuyos plazos son milenarios’.[10]

Sucedió algo. Algo que no existía y que era imprevisible, ‘imprevisiblemente nuevo’, fuera de una cronología de la duración, cuando, en Italia, el régimen democristiano (el fascismo democristiano) era la ‘pura continuación del régimen fascista’. ‘No estamos ya, como todo el mundo sabe, frente a tiempos nuevos, sino frente a una nueva época de la historia humana: de aquella historia humana cuyos plazos son milenarios’.[11] Esa novedad, que Pasolini sitúa temporalmente en el año 1965 -tres años antes de Teorema- y que nombra como un ‘fascismo radical’, irrumpe, como un inquietante mensajero -en todo caso algo que no se puede decir directamente:

Porque soy un escritor, y escribo polemizando, o al menos discutiendo con otros escritores, permítaseme dar una definición poético- literaria de aquel fenómeno…”[12]

Se refiere, entonces, a aquel ‘algo’ (‘inconmensurable para toda una forma de civilización’): ‘la desaparición de las luciérnagas’, un fenómeno ‘fulminante y fulgurante’ que empezó a principios de los años sesenta, a causa de la contaminación del aire, del agua, del campo. Hay un antes y un después imprevisible. En el antes: ningún vacío de poder, el Vaticano (Dios) sostenía la continuidad del fascismo: la Iglesia, la familia, la obediencia, la disciplina, el orden, el ahorro, la moralidad, el padre, la muerte social. Había allí una ‘realidad’: la del arcaísmo pluralista, las culturas concretas y particulares que constituían la Italia agrícola y paleoindustrial. Valores que, ‘al nacionalizarse en una democracia formal, al totalizarse, se volvieron insensatos y vacíos’; ‘perdieron realidad’. Sin sospechar, no obstante, el futuro real que se estaba formando, donde ‘el bienestar con el desarrollo’ realizaba… el ‘genocidio’[13], la muerte salvaje. ¿Y no es la llamada extinción un caso de muerte salvaje?

La ‘nueva realidad’ (‘he visto con mis sentidos’), esa de la desaparición de las luciérnagas, era la de un pueblo transmutado y la de un lenguaje completamente nuevo, una jerga incomprensible: ‘degenerado, ridículo, monstruoso, criminal’. Es decir, puro lenguaje, sin palabra, o más precisamente aún, sin expresión, en un mundo en sombras por la muerte de Dios. ‘Basta sólo salir por las calles para comprenderlo’. Y entonces leemos algo que, me parece, conviene no pasar por alto:

Pero, naturalmente, para comprender los cambios en la gente, es necesario… amarla. Yo, por desgracia, a estas gentes italianas las había amado.

Se trata, yo subrayo, de un ‘amor real’ (‘fuera de los esquemas populistas y humanitarios’), ‘arraigado en mi forma ser’:

¿Será que aquel que te amo (como todo hombre por lo demás, aún si no lo sabe) podrá reconocer cueste lo que cueste la vida en cada instante? ¿Reconocerla y no simplemente conocerla, o contentarse con vivirla?[14]

El vacío del poder se sobreimprime sobre el que dejan las luciérnagas cuando desaparecen de un lugar; el lugar que ocupaban en las laderas del Pieve del Pino cuando la realidad aún parecía que era la del mundo: ellas, pero también ellos en medio de ese bosquecito de fuego. Ese lugar recibe en Lacan el nombre de Otro -en este sentido, el Otro como enunciado, no puede ser separado del momento en que fue enunciado, la enunciación. No hay un concepto sustancial de Otro que valdría para todos los casos. Es la mirada de Pasolini la que localiza ese objeto (las luciérnagas) en ese lugar que Lacan llamaba: del Otro. Y sólo por eso puede discernir el agujero que deja la desaparición de las luciérnagas en ese lugar; razón por la cual el Otro ahora está agujereado.[15] 

Sugerí antes que las luciérnagas son mensajeras de Eros. Llegando al final de esta interlocución, fui cayendo en la cuenta de que en Teorema -que propongo a igual título que las dos novelas de Samantha Schweblin que usted ha trabajado en su texto- las luciérnagas reaparecen en el personaje extraordinario del huésped, lo cual confirmaría su procedencia divina. Como él, ellas excitan el deseo de quien las mira. Uno y otro son mirada, causan el deseo:

(…) conduciendo a cada uno por su camino de Damasco, el huésped arrebata a cada uno esa realidad hecha de ausencia de vida, hecha de una vida confortable donde sólo el hastío señala la insidiosa presencia de una muerte que de alguna manera no está en su sitio.[16]

Lo cual resuena con las luciérnagas de la carta a Franco Farolfi que arrebatan al hombre árido de esa realidad de la guerra hecha de ausencia de vida, las ramas secas, etcétera. Pero el huésped, su ausencia, ‘incita a un duelo, al duelo por una determinada realidad y un Dios determinado, que acompaña el duelo por todo el porvenir’.[17] -usted señala, con Samanta Schweblin la vigencia de esta cuestión en nuestra actualidad (‘no hay futuro en Distancia de rescate’). No puedo dejar de pensar que entre las luciérnagas y el huésped ocurre un hecho terrible en la historia del poeta, una pérdida que quiebra su vida: en febrero de 1945 su hermano, Guido, que combatió como partisano antifascista, fue asesinado por compañeros traidores. Quizás esto nos permita leer la imagen poético-política de las luciérnagas y de su desaparición de un modo no subordinado al saber ya sabido y tomar la metáfora en el contexto de la vida y de la escritura del poeta, en un sentido literal. 

Con la desaparición de las luciérnagas volvemos a escuchar el grito del padre en el desierto, ‘llamado, o más exactamente forzado’ por la presencia del huésped, al igual que cada uno de los miembros de esa familia incluyendo a Emilia, a no desatender más el carácter sagrado de la vida, un sentimiento arraigado en el centro de la vida humana.[18] Lo cual abre una relación otra con el sufrimiento y la felicidad, que no pasa por el principio del placer. El huésped de Teorema, como sugiere Allouch, es una encarnación del nuevo amante nietzscheano, es Dionisos que ama a una humanidad llamada Ariadna: ‘(yo, pese a todo, a esa gente italiana la amé)’. [19]

Es decir, subjetivada la pérdida, ‘la muerte de Dios abre el espacio de un nuevo amor’ -que el del Padre por el Hijo.[20] Pero ese nuevo amor que encarna el huésped, al igual que las mensajeras de Eros, es ‘una presencia sin permanencia’, rutilante, se enciende y se apaga, ‘una presencia reducida a un acontecimiento’ .[21] Hay en juego aquí una nueva temporalidad que inventa Lacan, con sus dos escansiones temporales y el momento de concluir que coincide con el acto -como en una de las novelas de Schweblin, también en Teorema la temporalidad está suspendida: ‘(Lo subrayamos por última vez: los hechos de esta historia son coincidentes, contemporáneos)’.[22]

Sin entrar ahora en la compleja noción de la angustia, habremos aprendido leyendo Teorema que acaso el padre pone término a la angustia con un acto: cuando pierde la vida que tenía deja caer en el andén de la estación de trenes sus vestidos (el abrigo inglés, la chaqueta, la camisa, la corbata, el pulóver, los pantalones, los calzoncillos, los calcetines, los zapatos); dona su fábrica; se desprende de todo lo que llevaba encima y se encamina descalzo hacia el desierto:

Como ya para el pueblo de Israel y el apóstol Pablo,

el desierto se presenta ante mí

como la única parte de la realidad que es indispensable.

O mejor aún, como la realidad

despojada de todo, salvo de su esencia,

tal como se la representa quien vive y, a veces,

la piensa, aún sin ser filósofo.[23]

Si al final, el poeta daría todo Monteedison por una luciérnaga, es porque la luciérnaga marca el lugar del vacío. Ese lugar que no está si el poeta no lo mira donde él es mirado. Pasolini ve –‘he visto con mis sentidos’- que en la historia que es la nuestra hay un vacío que ya no puede subsistir; ve que el vacío se convierte en teoría, que se habla de él sólo en forma abstracta, sólo bajo la forma de la conciencia.

No entremos en la conciencia de Pablo, como no hemos entrado en la conciencia de Lucía. Nos limitaremos sus actos[24]

leemos, hacia el final, en Teorema. La angustia es señal, un término que Lacan recupera de la teoría de la angustia de Freud porque es el más apropiado para indicar la función de la angustia. La angustia es señal, en tanto de todas las señales es la que no engaña. No engaña respecto del real. Como constataba el poeta en la angustia (y no en la melancolía)[25]: que ese vacío no pueda quedar vacío, y se llene. Con el asesinato brutal, con la muerte salvaje de Pasolini desaparecen (del deseo) las luciérnagas.

Me despido de usted citando un fragmento de la última entrevista en la que Pasolini dialoga con Furio Colombo, horas antes de su trágico final:

Digo: dejad de hablarme del mar mientras estamos en la montaña. Este es un paisaje diferente. Aquí hay ganas de matar. Y esas ganas nos vinculan como hermanos siniestros del fracaso siniestro de todo el sistema social. A mí también me gustaría que todo se resolviera aislando a la oveja negra. Yo también veo ovejas negras. Veo montones de ellas. Las veo a todas. Ese es el problema, como ya le dije a Moravia: con la vida que llevo, yo pago un precio… Es como alguien que baja al infierno. Pero cuando vuelvo -si vuelvo- he visto otras cosas, más cosas….[26]

Pienso que el acto analítico, acaso el infrapolítico (no conozco de infrapolítica, pero intuyo algo en su texto) pasa por prestarse a bajar al infierno. El deseo, dijo Lacan, es el infierno. Como varios de los autores que cite aquí (Freud, Lacan, Allouch, Pasolini), cada uno de ellos se prestó, descendió.

            Me detengo aquí. Le agradezco la ocasión de este ejercicio de socialidad intelectual y afectiva.

   

         Amistosamente,

            Jessica Bekerman  

            Ciudad de México, 19 de octubre de 2023

Notas

[1] Ver, por ejemplo, el análisis que Lacan realiza de la tragedia de Antígona en el seminario La ética del psicoanálisis. Allí dice que “las cosas hubieran podido tener un término si el cuerpo social hubiese querido perdonar, olvidar y cubrir todo esto con los mismos honores fúnebres. En la medida en que la comunidad se rehíusa a ello, Antígona debe hacer el sacrificio de su ser…” (seminario del 6 de junio de 1960). Recientemente leí en un periódico, en relación al ataque terrorista de Hamas en el sur de Israel: que los cuerpos abatidos de los terroristas fueron dejados a la intemperie, librados a las aves de rapiña. Basta ver las terribles imágenes de la guerra declarada por Israel ante el ataque de Hamas para enterarnos de la situación actual en lo que respecta al sacrificio, que no cesa de multiplicarse.

[2] Lo remito a Jean Allouch, La erótica del duelo en tiempos de la muerte seca,  que estudia el problema y alumbra una novedosa versión del duelo. 

[3] Ariès, Philippe, El hombre ante la muerte, Ed. Taurus. Ver especialmente la Quinta parte titulada: “La muerte invertida”.

[4] Idem

[5] Allouch, J., op. cit.

[6] Pasolini, Pier Paolo, Pasiones heréticas, Correspondencia 1940-1975, Ed. Cuenco del Plata, Buenos Aires, 2012.

[7] Idem

[8] Pasolini, Pier Paolo, ‘El artículo de las luciérnágas’, en: Escritos corsarios, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022 -ésta y todas las comillas del párrafo precedente.

[9] Allouch, Jean, Erótica del duelo…, op. cit.

[10] Son casi las mismas palabras que utiliza a Ariès para señalar la novedad que supuso la irrupción de la muerte invertida en el curso del siglo XX.

[11] Son casi las mismas palabras que utiliza a Aries para señalar la novedad que supuso la irrupción de la muerte invertida en el curso del siglo XX

[12] Pasolini, “El artículo de las luciérnagas”, op. cit. -ésta y todas las comillas del párrafo precedente.

[13] Idem, ésta y todas las comillas anteriores.

[14] Pasolini, Pier Paolo, Teorema, citado por J. Allouch en “Cuando Dios es un muchacho”, Prisioneros del gran Otro, la injerencia divina I, ed. Cuenco del Plata, Buenos Aires, 2013.

[15] Ver Jean Allouch, No hay relación heterosexual, Epeele, ecole lacanienne de psychanalyse, México, 2017.  Se trata de la relación del objeto con el lugar -lo que más comunmente se define como investidura. Asimismo el Otro que no existe, la ‘inexistencia del Otro’ no es una pre-inexistencia, un dato. La inexistencia del Otro no está dada, sino que implica para cada quién una experiencia, una búsqueda y una conquista que se obtiene en el momento de concluir como un ‘acto de su libertad’ (‘muy diferente que un ser libre’): ‘Acceder a la inexistencia del Otro no es fácil. Se trata de una salida, del cierre de un recorrido subjetivo que, para algunos, se desprende del análisis, que para otros se da por otras vías y que, para otros más, sencillamente no se da’, Allouch, Jean, ídem.

[16] Allouch, J., “Cuando Dios es un muchacho”, op. cit.

[17] Idem.

[18] Idem.

[19] Idem.

[20] Idem.

[21] Idem.

[22] Pasolini, P. P., Teorema, op. cit.

[23] Pasolini, Teorema, citado por J. Allouch, “Del mismo lado que la religión”, Prisioneros del gran Otro, op. cit.

[24] Pasolini, Teorema, op. cit.

[25] Ya en un breve artículo de 1942, “Los jóvenes, la espera” esto es clarísimo.

[26] Pasolini, P. P., “La última entrevista”, en: Demasiada actividad sexual os convertirá en terroristas, ed. Errata naturae, España, 2014.