Vol 22 (2023) Anthropocene Infrapolitics
Infranaturaleza y physis absoluta
Comentario a ‘Época sin época y segundo comienzo‘ de Alberto Moreiras
Ángel Octavio Álvarez Solís
Instituto de Estética, Pontificia Universidad Católica de Chile
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Los lectores de Alberto Moreiras, y los que se acerquen a él por primera vez, notarán la complejidad que encierra su escritura al adentrarnos en las zonas oscuras del pensamiento. Como un pensador de difícil clasificación en el árido panorama intelectual, Moreiras abre un campo problemático en diversos frentes, como la infrapolítica, la autografía y, en esta ocasión, del pensamiento sobre nuestra ‘época’ condicionada por lo que el consenso global nombró como ‘Antropoceno’. Por consiguiente, en este texto únicamente comentaré una tesis del artículo mencionado para mostrar la potencia del pensamiento de Moreiras y lo que yo considero una práctica de despensamiento que supone un divorcio extraño con la filosofía y, al mismo tiempo, una deflación de….
La tesis que sostiene Moreiras es la siguiente: no hay antifilosofía sin una filosofía llevada al límite. En efecto, la antifilosofía tiene varios protagonistas destacados (Wittgenstein, Badiou, Lacan, el propio Heidegger, algunos pensadores post-heideggerianos), pero cada uno es una forma de antifilosofía por diversos motivos tanto teóricos como institucionales. No me interesa impugnar aquí la antifilosofía del siglo XX como discurso, como práctica o como concepto, sino explicitar su relación con lo que históricamente ha sido tipificado por ‘filosofía’. Al final de cuentas, la filosofía es todo aquello que la historia nos ha dicho que es la filosofía, como argumentó el viejo coetáneo de Heidegger, Wilhem Dilthey. En el caso de la obra de Moreiras entiendo de dónde proviene y qué implica su noción de antifilosofía; sin embargo, considero que existe un supuesto filosófico en su propia práctica teórica que es difícil de eliminar, ocultar o destituir. Es más, podría aventurar que Moreiras es un filósofo en el mejor sentido técnico e histórico del término.
Me explico con detalle. La afirmación ‘no hay antifilosofía sin una filosofía llevada al límite’ es una expresión prudente y revela que la antifilosofía sólo puede entenderse a partir de una relación problemática, tensa, y por momentos, destructiva de un tipo de filosofía: la filosofía institucional. La ‘antifilosofia’ mantiene una relación debilitada con el discurso filosófico universitario que ha abandonado su programa normativo y ha aceptado, como un acontecimiento irrenunciable, la experiencia singular del pensamiento. La antifilosofía comienza cuando la filosofía no puede ofrecer más un horizonte de pensamiento para la propia experiencia o para el sentido epocal del mundo; sin embargo, que esta experiencia esté vinculada con un canon de problemas, con la lista de autores considerados ‘filósofos’ o con la autografía como práctica de pensamiento es un dato, extrañamente, filosófico. Precisamente, la antifilosofía no es una lección de pensamiento ni una orientación filosófica más como las existentes en el mercado de las hermenéuticas, pero ¿qué es la antifilosofía en relación con el texto citado de Moreiras, particularmente con el problema fundamental que discute ahí –cómo pensar nuestra época llamada mecánicamente como Antropoceno–? La respuesta es precisa: la antifilosofia es un desplazamiento, un desplazamiento que consiste en llevar hasta el límite. Por tal motivo, cabe preguntarse de qué tipo de límite estamos sugiriendo, si todo desplazamiento es un movimiento, una destrucción; o bien, si puede existir un desplazamiento sin un moverse que implique la destrucción de un límite. Lo que se destruye o lo que se desplaza, entonces, no es la filosofía como práctica profesional y profesoral, ni la teoría como conjunto de enunciados abstractos que explican el mundo, tampoco es el cambio de registro problemático (otro modo de relacionar pensamiento y mundo), sino de algo más potente filosóficamente hablando, pero elusivo: la transformación de la existencia, pues el desplazamiento es el modo de relacionar el pensamiento con la existencia de otra manera, siempre de otro modo de ser del existente.
Para los que hemos seguido el trabajo de Moreiras en los últimos diez años no es un secreto –quizá sea el secreto oculto de una obra teórica que no debe expresarse en maneras prácticas–, que la infrapolítica es la intuición de una necesidad epocal, acaso filosófica, para nuestro tiempo. En el fondo, la infrapolítica es una teoría del tiempo presente con una aspiración filosófica: constatar un modo de existencia que siempre ha estado ahí y la necesidad de anticipar un nuevo existencialismo como rechazo a la diagramación política de Occidente. La obra de Moreiras recuerda el ‘espíritu’ contra epocal de lo que Ernest Junger llamo ‘filósofos historiadores’ como Toynbee, Spengler o Leon Bloy que tuvieron la extraña virtud de anticipar un futuro sin ninguna pretensión profética y mesiánica. Por ello, la infrapolítica es un problema, porque propone un campo de problematicidad que nadie quiere escuchar porque ello probaría que la política, la universidad o la filosofía misma hoy día son ‘puro negocio’ y no porque estén bajo el principio general de equivalencia –esa sería una razón demasiado elegante–, sino porque se cumplió la pesadilla husserliana –compatible con la estructura libidinal de la universidad neoliberal– de la conversión de filósofo (o pensador, o intelectual) en un ‘funcionario de la humanidad’. Por lo tanto, la infrapolítica es, antes que una práctica antifilosófica, una crítica a la burocratización del pensamiento; esto es, una filosofía llevada al límite: al límite de las instituciones, al límite de las escrituras teóricas y, sobre todo, al límite del pensamiento mismo. En cambio, la antifilosofía pretende hacerse fuera de las instituciones, filosóficas o universitarias, pero necesita de tales instituciones filosóficas para poder subsistir y enviar su mensaje como una botella arrojada al mar. De hecho, la infrapolítica puede ser entendida como la práctica de aprender a nadar arrojándonos al mar de lo no-absoluto. La infrapolítica es una filosofía del límite y un límite a las ‘posibilidades filosóficas’ de la filosofía misma; una política del pensamiento y no un pensamiento de la política –no es casual que Alberto Moreiras comience su texto con un epígrafe de Eugenio Trías, un exponente de la filosofía del límite–.
Al respecto, la cuestión filosófica que puede derivarse de lo anterior es la siguiente: ¿qué puede esperarse de una filosofía que parte de su condición limitada? ¿No acaso Kant escribió tres críticas para trazar un límite a la razón, o Kierkegaard abandonó la filosofía para vivir la fe como un límite? En uno de sus diarios personales, Kierkegaard comentó la importancia de asumir los efectos prácticos de lo que se piensa para aquél que escribe: ‘parece algo completamente olvidado que ser un autor es una acción…[un autor] teme que alguien crea que él no sabe lo que viene después. Dado que la existencia es dialéctica, es importante que cada momento sea afirmado de manera tal que cause impresión’ (Diarios Volumen VIII, 1846: 62). Mi hipótesis es que Alberto Moreiras no acepta que su pensamiento es simultáneamente una acción y, por ello, recurre a la figura de la antifilosofía. En este caso, la infrapolítica es, en cierta medida, una práctica filosófica y una forma de destitución política –un ejercicio de abolición de sonambulismo metafísico–, ya que no se puede vislumbrar la experiencia infrapolítica sin una experiencia filosófica profunda; experiencia que, por supuesto, no es ni universitaria ni escolar, sino algo más común a cualquiera de los mortales: la constatación de la finitud. Por lo mismo, se puede llegar a conclusiones infrapolíticas por medio de la literatura, las artes marciales, la alimentación, la enfermedad o las prácticas de leer, pues el olvido de la propia finitud es la característica propia de la existencia inauténtica. La infrapolítica alerta sobre la existencia en contextos donde el pensamiento olvidó lo existente y donde la existencia misma está en peligro de desaparecer.
Siguiendo a Reiner Schürmann y Bernard Stiegler, Moreiras parte del hecho de la clausura metafísica y de su correlato filosófico: la época, nuestra época, como una época poshegemónica, sin arjé, sin principios regulativos. Para llegar a la conclusión del cierre metafísico de nuestra época es necesario partir de la filosofía entendida como ejercicio de despensamiento. Algo común en las filosofías de inspiración heideggeriana. Al final, lo relevante no es que Schürmann se haya formado como filósofo y que su trabajo esté inscrito en ese campo disciplinar, o que Stiegler piense la técnica con las herramientas de la filosofía, sino que, al igual que Moreiras, son todos ellos despensadores en la medida que son herederos de Heidegger. Aun así, esta filiación no pedida, no resuelve la preguntan sostenida aquí: ¿qué es un despensador? Un despensador es un pensador que toma al ‘pensamiento’ como objeto de pensamiento y, contra su propia época, abre el camino a nuevos pensamientos. Un despensador piensa contra su propia época, no porque le resulte insoportable –no es un reaccionario o un antimoderno– sino porque considera que esa es la tarea más importante para el pensamiento: pensar contra lo ya pensado y pensar para abrir lo impensado. El despensador no puede tener buena prensa en el presente y sólo el tiempo prueba que tuvieron razón, demasiado, demasiado tarde.
Para probar mi tesis sobre el alma filosófica de la infrapolítica recurro nuevamente al texto de Moreiras: ‘Habiendo aceptado la hipótesis del cierre del campo metafísico en condiciones antropocénicas, ¿cómo habrá que vivir nuestra vida? La pregunta no busca una respuesta normativa, solo una respuesta práctica’. En mi opinión, esta cita encierra la tesis filosófica fundamental de Moreiras sobre la dimensión práctica de la infrapolítica, pero expone su condicionalidad teórica: la pregunta por cómo vivir es la pregunta básica de la filosofía, de la filosofía desde sus orígenes en Milesio y hoy eclipsada por la algoritmización de las formas de vida. La tarea del pensamiento no es cómo vivir ni si vivir vale finalmente la pena. La tarea del pensamiento es cómo vivir cuando el pensamiento no es suficiente. En este sentido, la aspiración última de la filosofía es aprender a morir, memento mori. De vueltas a Platón; o bien, de aprender, finalmente, a vivir como sentenció Derrida antes de morir. De hecho, el texto ‘Época sin época’ mantiene un subtexto acerca de cómo vivir en condiciones de extinción ecológica y de cómo puede ser el pensamiento en las condiciones agotamiento de la metafísica. Ambas preguntas están imbricadas y la respuesta requiere ir contra los principios que constituyen a la época: la política como horizonte definitivo del pensamiento: ‘la revolución no podrá ser política en la medida en que la revolución sería en primer lugar una revolución –anárquica –contra la maquinación política y contra la política como principio (y final)’. An-arquía contra la política como principio. Revolución contra la maquinación política; esto es, revolución contra el legado originario de Occidente. La belleza de la tesis, profundamente libertaria, contrasta con su incapacidad auditiva para un tiempo que asume la totalización política de la existencia: si todo es político, nada es político. Si la existencia es o debe ser política, la existencia no es posible dada la captura política de la existencia. La política convierte a todos los entes en cálculo, en número, en código de algoritmo.
Por lo anterior, la noción de una ‘época sin época’ es el reflejo filosófico de una época sin principios, sin hegemonía universal, sin mandatos que gobiernen la existencia. De tal modo que la época sin época es una constatación del agotamiento de la metafísica, no un hecho empírico capaz de producir antropologías políticas, sean pesimistas –la extinción es necesaria– u optimistas –nuevas relacionalidades con lo no-humano–. La época sin época es un umbral para el pensamiento, el reclamo intempestivo de dar un paso atrás si no queremos sucumbir a lo que no podrá ser visto de frente. Es, como detalló Stiegler, una ‘edad de la disrupción’, una época que no sabe cómo constituirse como época o cómo pensarse como época. Al ser una ‘edad’, la época sin época es un tiempo abierto, pero finito, en que no existen las categorías adecuadas para explicar su forma debido a que no existe más un cambio de época para el pensamiento, por eso el registro de cambio epocal es un asunto de experiencia y no pensamiento. Una época sin época es, por lo tanto, un nuevo comienzo que, simultáneamente, revela otro dato filosófico: el fin de Occidente como productor de metafísica.
En definitiva, el cierre de la metafísica es el cierre de Occidente como productor de sentido. El fin de Occidente no es el fin de una hegemonía de un espacio vital (Lebensraum), ni de un proyecto civilizatorio, ni mucho menos de una forma de hacer política: el fin de Occidente es una teoría filosófica del fin (un apocalipsis cultural), de la caída de la metafísica (Kehre) y, con ello, de su principal promotor, la política como maquinación (cibernética). Si el fin de la metafísica supone el fin de la política –como maquinación o administración o cálculo–, igualmente esta tesis debe aceptar el fin de Occidente y, por extensión, de la filosofía como institución. Pero el fin de Occidente no es como suponen los decoloniales la necesidad de retornar a comunidades originarias libres de las manos conceptuales del eurocentrismo; no, el fin de Occidente es el fin de una metafísica: la metafísica de la política. En este punto, la infrapolítica adquiere una legitimidad filosófica inusitada debido a su necesidad epocal y permite preguntar si la infrapolítica puede recuperar algo del discurso filosófico como pensamiento, para no terminar sustituyendo ‘filosofía’ por ‘pensamiento’ como hacen algunos lectores de Heidegger. Mi sospecha es que un heideggerianismo lacaniano, la experiencia teórica como autografía (un hadotismo sin espiritualidad) no son una forma de anti-filosofía, sino la continuación de la filosofía por otros medios, pregunta filosófica originaria. Es más: la conclusión de Moreiras es una escena ya presente en Tales, Anaximandro o Parménides que, en última instancia, constituye la escena originaria del saber occidental: el comienzo de la filosofía misma. La vuelta al origen, el giro o kehre, es entonces volver al pensamiento de los principios en un tiempo que no hay principios. El nuevo comienzo, efectivamente, es un segundo comienzo o un comienzo ya avanzado, pero que vuelve a preguntar con la radicalidad de los primeros comienzos.
Cualquier lector anticipará que la referencia implícita es evidente: menos Sócrates y más Heráclito. Más pensamiento y menos política. La antropología filosófica no podrá salvarnos, justo porque la salvación no puede ser antropológica cuando el origen del problema es el olvido del ser, la inmersión técnica de la política en la existencia o el mismo proceso de antropogénesis. La confusión del ser con el ente tuvo un precio alto para las formas de vida del presente: pensar que la política es un instrumento de salvación cuando constituyen el origen de un mal antropológico, aunque necesario. Por consiguiente, más que una antifilosofía –a Alberto no le alegrará esta idea, lo acepto— su tercera vía, la figura del antifilósofo anárquico, no es más que la del filósofo ab origine, el despensador que permite que los demás animales no se duerman. La antifilosofía es siempre filosofía llevada al límite, filosofía de un nuevo comienzo. Esta forma filosófica, originaria, es una práctica posfundacional que piensa sin fundamentos y sin supuestos el inicio de un nuevo arjé: asume que todo arjé es imposible, demoledor y con potencial de totalización de la existencia. Pero esta filosofía an-árquica como pregunta por el ‘comienzo’ mantiene el arjé como origen (Ursprung), ya no como mandato, pues al final del día, un arjé, un principio siempre es compatible con la nada afirmativa.
El nihilismo es una práctica de los nuevos comienzos. Si Hegel enseñó que la nada no puede ser una nada absoluta ni un concepto normativo, ya que la nada es la negación de algo, la nada determinativa, el nihilismo es principalmente un nihilismo afirmativo, nihilismo del nuevo comienzo. El nihilismo de la ‘aurora’ o del ‘ocaso’ –para recurrir al viejo Nietzsche– siguen siendo metáforas del fin, del fin de una época que tiene miedo a ser un fin definitivo, un colapso definitorio, un fin final. De tal forma que la pregunta relevante ya no es ‘cómo comenzar’ y ‘para qué comenzar’, sino preguntar dónde comienza y dónde comenzó todo. Para responder esta pregunta es necesario, finalmente, evitar cualquier afirmación antropológica –ética o política– y dejarse tocar por la radicalidad filosófica de la pregunta. La ‘época sin época’ es la condición onto-histórica para una filosofía del fin, un pensamiento del nuevo comienzo, un comienzo filosófico que asume la imposibilidad absoluta del comienzo porque siempre se comienza in media res. En el caso que convoca el texto de Moreiras, ese in media res recibe el nombre de Antropoceno, una época que, contrario a lo que dicen los físicos y los colapsólogos, pone en peligro al propio pensamiento y a algo históricamente nuevo: la destrucción de la physis como significante humano.
En consecuencia, lo que prueba el Antropoceno y todas sus variantes académicas (Capitaloceno, Plantoceno, Chthuluceno) es que la historia de Occidente, antes que el olvido del ser (Sein/Seyn), es la historia del olvido de la physis precisamente porque convirtió la experiencia de la ‘naturaleza’ en una alteridad constitutiva, en un entorno, en medio ambiente, en lo dado, en recursos naturales, en enigma, en mundo circundante, en orden natural, en cosmos, etc., etc. La naturaleza no existe. La naturaleza no es lo que se opone a lo humano, lo civil o lo artificial. La naturaleza es una metafísica, otra voz metafísica que requiere, al igual que la política, un paso atrás, acaso una infranaturaleza, pues como sentenció San Agustín Deos naturales colere cupis, civiles cogeris [‘quieres venerar las divinidades naturales, pero te obligas con las civiles’] (Civitas Dei VI, 6). De tal modo que, quizá, por primera vez para la especie humana estemos en condiciones de habitar la naturaleza como inmanencia radical, como un adentro constitutivo, como expresión geológica de la historicidad de la tierra. El fin de la naturaleza es justo el pensamiento del nuevo comienzo: el comienzo (retorno heideggeriano o supervivencia warburgiana) de la physis como lo que fue para los pensadores previos al giro antropológico del mundo griego, y de algunas comunidades orientales influidas por un materialismo panteísta, apeiron. Por consiguiente, la physis es apeiron, no la antípoda del nomos tal como justificaron los sofistas. Los mal llamados filósofos ‘presocráticos’, que en el fondo eran pensadores de la physis –pensadores del principio—sabían que el apeiron es un comienzo, no un principio, pues es lo que no puede tener límite porque es puro movimiento: ‘sin límite’, ‘ilimitado’. Según Anaximandro, aunque no sólo este filósofo pensaba de esta forma, entendió que el apeiron constituye lo que no está limitado exteriormente (infinito) ni tiene límites internos (fragmentación), justo las propiedades que la física contemporánea y la nueva biología señalan que es la physis.
Finalmente, dadas las premisas anteriores, cabe cuestionarse cómo pensar la physis en las condiciones de colapso civilizatorio y profunda intervención humana del humano sobre la tierra. La respuesta, por supuesto, no puede ser esbozada ni respondida –es justo la tarea de nuestro tiempo, si es que aún hay tiempo–, pero un punto de partida ineludible es asumir con radicalida que la physis no ha sido lo suficientemente pensada y habitada, acaso dominada y calculada. Previo a la Grecia del siglo V a.C, la physis no volvió a pensarse como lo que es: principio o comienzo. Cabe recordar que la physis es ‘principio’ en tanto raíz primigenia en lo cual comienza, pero nunca termina lo existente, ya que proviene del verbo phyo (φύω) que significa ‘crecer’ o ‘brotar’. Lo que brota, como hongos salvajes que negocian la vida con los árboles del bosque en el subsuelo; lo que crece como las plantas de asfalto que son capaces de comunicarse con varias generaciones posteriores, es la physis, palabra enigmática que afronta con asombro y terror todo lo que existe, justo porque existe pudiendo ser la nada. Heraclito usó el término physis en el sentido de ‘brotar’, ‘brotar’ como el ‘llegar a ser’ –el adagio pindárico que tanto le gusta citar a Alberto–. Por lo tanto, el texto de Moreiras advierte parte del problema con la agudeza que lo caracteriza, pero cuando lo advierte o intuye, no lo deja ‘brotar’, no le permite ‘crecer’, pues ‘huye’ hacia una posible salida antropológica. Es como si en el momento más reflexivo y profundo de la discusión, Moreiras cambie Heráclito por Parménides o por el Sócrates de Jenofonte. O quizá la infrapolítica tenga que abrirse a la physis como un paso atrás al antropocentrismo, una infranaturaleza y una posphysis como nuevo comienzo, tarea del pensamiento.
De hecho, cuando Moreiras explica qué significa el ‘primer comienzo’ para los pensadores griegos, especialmente para Heráclito, se apoya en la interpretación que hace Heidegger (si se acepta la discusión de Heidegger en el seminario sobre Heráclito aceptamos su discusión con Hegel, y eso nos aleja del problema): la physis es emerger y sumergir. La physis es relación, la relación misma. Conclusión perfecta. Conclusión abierta como un hallazgo filosófico. Pensar hoy es pensar la relación, que puede recibir el nombre de co-habitación entre los humanos y las demás especies, o la relación del humano con lo que no puede tener relación, lo abs-soluto. Por esta razón, el nuevo comienzo consiste en comenzar una relación distinta, no en iniciar una relación de nuevo. La nueva relación supone la destrucción de todo lo que la antropología filosófica expulsó por medio de su saber privilegiado, la ontología y su máquina de exclusión, la política. El fin de occidente es el fin de la ‘máquinación ontológico-política’ y la apertura a una nueva relación con la propia relación: el brotamiento de la physis; la relata sin sujeto, la arborescencia del pensamiento. Se trataría, entonces, de pensar como planta el nuevo comienzo y entender el giro (kehre) sin una dialéctica especulativa –tesis que acepta Alberto, pues es la pretensión de Heidegger–, pero también sin enigma ni poesía ni antropocentricidad.
Para decirlo diáfanamente: aceptar el diagnóstico heideggeriano no implica respetar su cura, ni su analítica existencial, puesto que el aceptar que la ‘época sin época’ es la época en que los dioses nos han abandonado supone previamente asumir que ningún dios podrá salvarnos, y, por tanto, que es una época de una inmanencia solitaria en la que aceptar la inevitabilidad de la Gestell trae consigo la retirada de los dioses, dioses que requieren de una plena aniquilación óntica y ontológica. Hoy día, la diferencia ya no es entre el cielo y la tierra, entre mortales y divinidades –como gustaba a Heidegger pensar la relación del fin de la metafísica y el devenir técnico del mundo en la cuaternidad–, sino de la relación intra-terrestre entre mortales naturales, mortales artificiales y mortales fantasiosos; entre animales con logos, animales con hiperlogos y animales con infralogos; entre especies parasitarias en un mundo larvario: parásitos comensales, parásitos mutualistas y parásitos transmigratorios. En suma, de una época que mira cómo la cuaternidad no logró consolidarse debido a que la técnica, para el presente, es ‘nuestra naturaleza’ precisamente porque la naturaleza es una técnica absoluta, técnica de las técnicas, que, con independencia de la forma humana, siempre logra multiplicar sus formas en múltiples mundos conectados entre sí.