Vol 21 (2022) Antropoficciones

 

Cuerpos permeables: microbioma, imaginación y existencia compartida

Marilyn Payrol Morán

Abstract

In 2001, American geneticist Joshua Lederberg proposed the term ‘human microbiome’. Currently, this term refers to the broad ecological community of commensal, symbiotic and pathogenic microorganisms that share and modulate (even genetically) our body space. Some bioartistic practices have experimented with the materiality of the human microbiome through biotechnological processes and tools. Take, for example, the projects Mycophone_unison (2013) by Saša Spačal and Fifty Percent Human (2015-2016) by Sonja Bäumel. This article argues that both projects confront us with an experience of the permeable human body, open to the environment and to being with others. It is argued, however, that the understanding of this experience demands attention to the ways in which the permeability of the body has been configured historically. For this reason, this article explores the medical-scientific narratives about the human body, focusing on its omissions. At the same time, the arguments of new materialism theorists Stacy Alaimo and Anna Tsing are useful, since for them it is essential to imagine different analyses and stories that account for the entanglements from which the human emerges. Finally, some principles are pointed out for a post-anthropocentric ethics that, informed by the permeability of our bodies, encourages to live with responsibility towards those multiple others that affect us and those we affect, and for the damaged planet that configures and welcomes us.

Keywords: human microbiome, bioart, permeable body, ethics, post-anthropocentrism

En octubre de 2016 la plataforma de exhibición artística Zone2Source abría a sus visitantes un entorno húmedo lleno de células microbianas contenidas en membranas transparentes. Dado su interés por potenciar la exploración, a través del arte, de nuevas relaciones entre cultura, naturaleza y tecnología que impulsen el replanteamiento de la forma en que los humanos nos hemos posicionado en el mundo, Zone2Source hallaba en la instalación Fifty Percent Human de Sonja Bäumel una apuesta segura.

Motivada por investigaciones que estimaban que las células de origen bacteriano en los cuerpos humanos ascendían a un 50% y convencida de que rastrear la comunicación e interacción microbiana podía devenir crucial para reconocernos como sistemas complejos siempre conectados a otros, Bäumel recolectó, junto a un equipo multidisciplinario, la microbiota de tres especies (humano, gato, planta) de una vivienda de Ámsterdam. Los resultados arrojados por los procedimientos científicos respondieron algunas preguntas en torno al comportamiento microbiano, pero interrogantes relativas a cómo podemos lidiar con esa ‘otredad’ tuvieron que ser dejadas al arte y a su capacidad ficcional. De esa forma, quedó articulado en Zone2Source un espacio intersticial, una experiencia interactiva donde lo táctil le permitía a los visitantes ‘to reimagine their body and open up towards enlarged entanglements of microbial life forms’ (Bäumel et al., 2018: 572).

Fueron las investigaciones sobre el fenómeno conocido como ‘microbioma humano’ las que estimularon a Bäumel. El genetista estadounidense y Premio Nobel de Medicina Joshua Lederberg puso en 2001 a disposición de la ciencia el término ‘microbioma’. Este sería un paso crucial para el estudio sistematizado de lo que en su momento Lederberg conceptualizó como la amplia comunidad ecológica de microorganismos comensales, simbióticos y patógenos que residen en el cuerpo humano (Lederberg, 2001). Actualmente, se considera que estos microorganismos que conforman el microbioma humano además de compartir ‘nuestro’ espacio corporal, lo modulan genéticamente. Sin embargo, demasiado centrados en los beneficios del microbioma para la salud humana, los científicos no han reparado en las implicaciones que el microbioma tiene para repensar nuestra corporalidad.1

De manera similar a Bäumel, la artista eslovena Saša Spačal –con la colaboración de Mirjan Švagelji y Anil Podgornik– creaba, en 2013, una situación bioperformativa donde la corporalidad humana se diluía y reconfiguraba desde su encuentro con el mundo más que humano. La instalación a la que frecuentemente Spačal se ha referido como ‘caja de música biohackeada’ o ‘mapa sonoro de intraacción’ llevaba por nombre Mycophone_Unison. En una plataforma que simulaba una carta estelar, la huella de un espectador-participante era suficiente para generar un sonido que transitaría por tres placas de Petri con el cultivo microbiano de Spačal, Švagelji y Podgornik. Debido a que los microbiomas estaban vivos y, por consiguiente, en constante transformación, la secuencia de sonido también era continuamente alterada. Los espectadores se convertían en cómplices, colaboradores que propiciaban un vínculo material y simbólico entre sus cuerpos, los cuerpos de los creadores y los cuerpos celestes (Cloutier, 2016: 78-79).

Estos proyectos bioartísticos de Spačal y Bäumel involucrados con la materialidad del microbioma muestran una experiencia del cuerpo humano permeable, abierto al ambiente y al estar con otros. Sin embargo, la comprensión de tal experiencia debe estar dispuesta a contemplar las maneras en que la permeabilidad del cuerpo se ha ido configurando a lo largo de la historia. Este artículo se compromete con ello, sobre todo, al explorar las narrativas médico-científicas en torno al cuerpo y reparar en sus omisiones. En el argumento, se sitúan las formulaciones de Stacy Alaimo y de la antrópologa Anna Tsing, para quienes es fundamental imaginar análisis e historias diferentes que den cuenta de los enredos –materiales y discursivos, naturales y culturales– desde los que emerge lo humano. A partir de estas voces femeninas –y otras que, eventualmente, se puedan sumar– se apuntan, hacia el final, algunos principios a tomar en consideración para perfilar una ética postantropocéntrica. Informada por la permeabilidad de los cuerpos, esta ética nos incitaría a vivir con la responsabilidad para con esos múltiples otros que nos afectan y a los que afectamos y para el planeta dañado que –aún– nos configura y acoge.

Hacia la otredad constitutiva

En “Trans-corporeal feminisms and the ethical space of nature”, Alaimo propone la noción de transcorporalidad como emplazamiento teórico para reconectar, productivamente, la corporalidad humana con el ‘ambiente’, con la naturaleza más que humana (2008: 238). Por un lado, la noción surgió de la inconformidad de Alaimo con el distanciamiento de la naturaleza privilegiado por aquellos análisis feministas que, como los escritos de Simone de Beauvoir, se mostraban más interesados en la construcción social-discursiva de los cuerpos (2008: 239). Por otro lado, la transcorporalidad se ha configurado, fundamentalmente, desde y para la reivindicación de la ética y la justicia ambiental. Por ello, aunque se involucra con el hacer/ser de la carne no humana (2008: 249), su énfasis está en los vínculos materiales que se tejen entre el cuerpo humano y lo que se ha dado en llamar ‘medio ambiente’.

Inscrita en los nuevos materialismos feministas, la propuesta de Alaimo ha estado especialmente influenciada por la elaboración material y posthumanista de la performatividad con la que Karen Barad no solo desafía el posicionamiento de la materia como predeterminada o como un efecto de la agencia humana (Barad, 2003: 827), sino que deshace la distinción entre humano y no humano. De esa forma, la transcorporalidad asume el dinamismo consustancial de la materia, que solo deviene ‘algo’ a partir de la relacionalidad iterativa, del encuentro co-creativo y siempre en proceso con otra entidad. En palabras de Barad, “all bodies, not merely ‘human’ bodies, come to matter through the world’s iterative intra-activity” (2003: 823). No obstante a su reconocimiento de que todas las criaturas están entrelazadas con el mundo material dinámico que las atraviesa, las transforma y, a su vez, es transformado por ellas (Alaimo, 2018: 435), la transcorpolidad se proyecta desde el ‘cuerpo humano’ (entendiendo aquí el cuerpo humano como un arreglo, una estabilización espacio-temporal). Esto de ningún modo supone el otorgamiento de centralidad al humano, por el contrario, se devela como una estrategia –según advierte Alaimo– para derrocar nuestro pretendido excepcionalismo. Una sensibilidad postantroponcéntrica y prácticas del cuidado podrían surgir si asumimos, en primera instancia, que nuestros cuerpos solo se constituyen por y en relación con otras fuerzas o entidades y, por lo mismo, son completamente permeables y vulnerables a la agencia no-humana.

Para Spačal, de hecho, Mycophone_Unison es un mapa de intra-acción, pero su intra-actividad, siguiendo a Alaimo, es transcorporal: comprometida con el flujo constante de la agencia, con las reconfiguraciones y entrelazamientos, la orientación (activación) en Mycophone_Unison es marcada por una corporalidad humana que se enfrenta a su codependencia. ‘Continuum connections’ es el término al que Spačal recurre para nombrar esta intra-actividad transcorporal por la cual las multiplicidades que son nuestros cuerpos se están siempre rehaciendo. Las bacterias, hongos y arqueas que constituyen el microbioma humano integrados en una interfaz tecnológica nos ayudan a experimentar la inmersión performativa donde cuerpo y ambiente se enredan.

[T]he body emerges in intra-acting with the environment, at that moment the body becomes and is perceived as one, however its entities are always multiple and never the same in the next intra-action. Oneness of the body as such emerges only in the specific space-time, where it intra-acts and then dissolves into multiplicity that awaits its new becoming.

(Spačal, 2015: 194)

Una mirada a cómo se ha entendido la piel en el discurso médico-científico ofrece un contrapunto interesante a estos postulados actuales de los nuevos materialismos que Spačal suscribe. Aunque más o menos visibilizada, la convicción de que el cuerpo es permeable siempre ha estado allí.

La permeabilidad del cuerpo en la medicina occidental premoderna está justificada por la hegemonía de la teoría humoral. Atribuida a Hipócrates (siglo V a. C), la teoría postulaba que los cuatros elementos inalterables o principios constitutivos que Empédocles había reconocido en la naturaleza (aire, agua, fuego y tierra), así como sus cualidades (humedad, sequedad, calor y frío), se correspondían y debían permanecer en equilibrio con los cuatros fluidos corporales, a saber, sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra (Connor, 2004: 18). Sería Galeno quien habría perfeccionado la teoría hipocrática –como también ha sido conocida– haciéndola sofisticada y, hasta cierto punto, infalible: a un esquema de correlaciones que ya integraba la proporción entre las alteraciones en los humores y las variaciones estacionales, Galeno sumó los rasgos temperamentales de los individuos y asoció los humores con los cuatro puntos cardinales y con las constelaciones (Nutton, 1993: 285-287). Para Nutton, este establecimiento de vínculos con campos periféricos a la medicina como la astrología y la fisionomía cimentó el atractivo y la supervivencia de la formulación galénica hasta entrado el siglo XIX (1993: 281, 287, 288). Así,

(…) medieval illustrations of the body frequently draw on correspondence between the humours, the planets, seasons, and the like, and the belief in an occult (or hidden) cosmic sympathy, which became increasingly common in the Renaissance, provided further proof of the validity of such links.

(Nutton, 1993: 288)

En su brillante estudio comparativo entre la práctica de la medicina en Grecia y China, el investigador japonés Shigehisa Kuriyama, sin embargo, introduce una nota de tensión. Al analizar el interés concedido a los vientos (cuya omisión en la historiografía médica Kuriyama lamenta), refiere que, en tiempos de Hipócrates, dominar el comportamiento de los vientos era fundamental para todo aquel que pretendiese conocer el cuerpo (1999: 234). Según el autor del tratado Airs, Waters, and Places, las brisas del norte eran favorables en tanto solidificaban la parte saludable del cerebro, mientras que los vientos del sur subyugaban a los cuerpos enormes y poderosos como el sol, la luna y los astros y, por ende, afectaban el cuerpo humano al relajar y volver fláccido el cerebro y aflojar los vasos sanguíneos (Hipócrates citado en Kuriyama, 1999: 248). Pero, tras Hipócrates, la atención a los vientos disminuyó considerablemente: ‘in all of Galen’s prolific production only one treatise –his commentary on the Hippocratic treatise On Humors, and within that only one chapter– discusses winds at any length’ (Kuriyama, 1999: 260). En cambio, los hálitos, los ‘vientos’ internos motivaron análisis amplios y detallados lo que, para Kuriyama, significaba que un proceso de internalización en la medicina griega estaba teniendo lugar (1999: 260).

Donde quizás se revele mejor ese giro posthipocrático hacia el interior del cuerpo es en las formas de palpación y, específicamente, en la toma del pulso. En los escritos del médico de Cos las pulsaciones, las palpitaciones, los temblores y los espasmos formaban un ‘continuum’ (Kuriyama, 1999: 30). Con la introducción de la práctica anatómica-disectiva –que tuvo en Herófilo a un iniciador y gran entusiasta– las formas no solo de tocar, sino de entender y ser un cuerpo en Occidente cambiaron profundamente.

El impacto de la anatomía se hizo sentir con especial fuerza en la concepción que los griegos tenían de la piel. La preocupación de Galeno por la piel se limitaba al problema de cómo eliminarla sin afectar los nervios y las membranas subyacentes (Connor, 2004: 13). Es, por cierto, Galeno quien en su De anatomicis administrationibus estableció el orden en el que el cuerpo humano había de ser estudiado: la prioridad la constituían los huesos, luego los músculos, las venas, las arterias y los nervios. Este esquema, que volvería a aparecer con frecuencia a lo largo de la historia de la medicina (Connor, 2004: 13, 14), es también apreciable en el arte, lo que plantea un vínculo temprano muy sugerente entre cuerpo, conocimiento científico y práctica artística. Para obtener medidas al pintar seres vivos –recomendaba Alberti– es de suma importancia considerar con la mente cuáles son los huesos, ya que, nunca doblados, siempre establecen medidas fijas; luego es necesario conocer cómo agregar los nervios y los músculos, para finalmente, cubrir con carne y piel (1868: 109-110). Aunque considerada una pantalla oclusiva por los anatomistas (Kuriyama, 1999: 167) y, a menudo, una excrecencia (Connor, 2004: 11), la piel tenía un papel fundamental en el sostén y la efectividad de la teoría humoral al ser concebida como el punto de encuentro entre el interior y el exterior del cuerpo, entre el hombre y el mundo. La piel, por consiguiente, se afianzaba como el sitio donde mejor se podía advertir la permeabilidad del cuerpo. En particular, sus colores o tonalidades recibieron abundante atención, tanto que se llegaron a constituir como una forma de determinar el temperamento o estado interior del individuo o como un método de diagnóstico de enfermedades: ‘the predominance of yellow or black bile, phlegm or blood appeared in facial hues of yellow or black, or white or red. Thus Greek physicians, too, took account of color in their diagnoses, and Galen could even identify sight with the apprehension of chromatic change’ (Kuriyama, 1999: 185). Además de desempeñar un rol sintomático, la piel devenía esencial en el desarrollo de los procesos fisiológicos en la medida en que los médicos griegos asumían los poros como senderos o vías para la expulsión de aquellas superabundancias que atentaban contra el balance del cuerpo (Kuriyama, 1999: 224-227). Todavía en el decenio de 1730, la piel era concebida como un sistema permeable que podía abrirse en cualquier parte para permitir la descarga de humedad, materia sanguinolenta e impurezas (Duden, 1991: 121).

Entonces, ¿qué cambió para que se deba enfatizar aquí, junto a artistas como Spačal y Bäumel y a las teóricas de los nuevos materialismos, la necesidad de reconsiderar el vínculo de nuestros cuerpos con el mundo más que humano? ¿Por qué Bäumel, en particular, reconoce como crucial en su trabajo promover la comprensión del hecho de que todos estamos conectados a través de una red biológica invisible presente en nuestra piel? (Riņķe, 2014).

Tecno-enredos

Según el relato que ofrece la investigadora holandesa Mieneke Te Hennepe la mutación de la piel, desde una cubierta porosa abierta hacia un órgano cerrado, grueso, protector y funcionalmente activo, se debió a las prácticas microscópicas y las representaciones a ellas asociadas desarrolladas en Alemania y Francia entre 1820 y 1850. Aunque con los experimentos de Jan Evangelista Purkinje –insertos en un contexto de renovación que tomó el cuerpo como objeto de investigación exhaustiva– la idea de una piel abierta permaneció intacta, sus observaciones sobre la piel como un sistema con una conformación orgánica donde los poros eran invisibles a simple vista, marcarían el inicio del cambio (Te Hennepe, 2009: 55-56). Para 1834, Alphons Wendt, un alumno de Purkinje, reveló que el sudor se producía dentro de la propia piel y no que simplemente se excretaba a través de esta. ‘The skin no longer seemed an open passageway for transportation, but more a mediating organ harbouring functionally organized structures and processes of its own’ (Te Hennepe, 2009: 58). Las observaciones microscópicas de Wendt también conllevaron una especificación visual: en sus dibujos no se representaba un canal que atravesaba la piel, sino una especie de bolsa cerrada que terminaba dentro de ella (Te Hennepe, 2009: 58).

Que el microscopio, como otras tecnologías, fue esencial en la configuración de esta piel cerrada es solo admisible si se asume que fungió como apoyo o impulso a un proceso que ya se estaba prefigurando en la medicina occidental, cuyo origen podemos remitir a la internalización que Kuriyama asocia con los primeros anatomistas. Argumentos como el de Stanley Reiser (1990) parecen defender la idea de que la tecnologización ocasionó la desatención de las sensaciones de los pacientes y de las observaciones ‘subjetivas’ de los médicos y, con ello, instauró una separación entre los cuerpos sintientes y el mundo.2  Obviamente la profunda mutación que tuvo lugar en la práctica y el saber médico entre finales del siglo XVIII y principios de siglo XIX y las maneras en que determinó el entendimiento de los cuerpos requiere explicaciones más amplias y complejas. El estudio efectuado desde la antropología médica por Babette Müller-Rockstroh (2007), el cual muestra cómo los cuerpos aún siendo atravesados por la tecnología médica pueden conservar intacta su apertura, funciona, en ese sentido, como un buen ejemplo.

Lejos de clausurar, los apoyos tecnológicos en Mycophone_Unison y Fifty Percent Human, fomentan permeabilidades. En palabras de Spačal, la tecnología ha estado tan estrechamente enredada con la vida biológica que ha devenido una parte vital de la ‘naturaleza’ misma (2015: 183). En la consideración que efectúa de sus instalaciones como ‘organismos tecnológicos’ (2015), la artista reafirma el carácter constitutivo de la tecnología y las posibilidades que esta abre para la práctica artística y para pensarnos como seres siempre técnicos y conectados. A fin de cuentas, eso es Mycophone_Unison: un dispositivo tecnológico de conexión entre la corporalidad humana y el mundo más que humano. Bäumel también ha usado la tecnología como una aliada importante en los procesos de investigación que preceden y acompañan a sus obras. Para Fifty Percent Human la aplicación de secuenciación de ADN, cromatografía de gases y microscopía electrónica, entre otras, permitieron dar cuenta de la composición microbiana de las distintas especies estudiadas (humano, animal y planta), sus similitudes y los flujos que trazaban (Bäumel et al., 2018: 572). Intercambios microbianos que asentaron la idea de cuerpos permeables –ya no solo humanos– surgieron, así, gracias a la mediación tecnológica.

Como no es difícil advertir hasta aquí, la microscopía –asociada por Te Hennepe a la cancelación de la piel en su condición de pasaje– también tuvo, desde sus orígenes, un papel central en la apertura a otra arista de la permeabilidad del cuerpo: aquella que pondera los tránsitos microbianos y que, sin embargo, tardaría siglos en instituirse. Cuando el comerciante de la ciudad de Delft, Anthony van Leeuwenhoek gracias a sus experimentos con la tecnología microscópica, observó y describió por primera vez las bacterias, como era de suponer, muchos mostraron su escepticismo. En una carta fechada el 9 de octubre de 1676 enviada a la Royal Society, el holandés describió una variedad de criaturas extraordinariamente pequeñas a las que llamó ‘animálculos’, las cuales se encontraban flotando en diferentes tipos de agua (Wilson, 1995: 88-89). No obstante, cuando la Royal Society se dispuso a examinar experimentalmente tales afirmaciones, los fracasos en varios de los ensayos hicieron surgir las reservas:

Vice President Henshaw thought that it might not be the right season for the breeding of these small insects, but Dr. Whistler took the more skeptical view that ‘these small imagined creatures might be nothing else than the small particles of the Pepper swimming in the water and no Insects.

(Wilson, 1995: 90)

En 1681, solo cinco años después de este descubrimiento, Leeuwenhoek anunció que había comprobado la existencia, en nuestros intestinos, de protozoos y bacterias (Dobell, 1932: 222). Pero fue en la Francia de finales del siglo XIX cuando se crearon las condiciones para que el vínculo entre microorganismos y cuerpo humano se solidificase y adquiriese proporciones inesperadas. Bruno Latour ha evidenciado en The Pasteurization of France la manera en que los experimentos de Louis Pasteur encajaron en las pretensiones de un amplio movimiento social obsesionado con comandar la higienización y regeneración de Europa (1998: 51-52). Fue este movimiento higienista el que, a juicio de Latour, detectó problemas, prescribió objetivos, encontró el financiamiento, convenció a las autoridades públicas y movilizó energías (1998: 25). La contribución de Pasteur –o más bien, de los pasteurianos– es entendida por Latour como un ‘obligatory points of passage’: a la extensa red creada por los higienistas sumó el microbio como un nuevo actor no humano que mediaría, a partir de entonces, toda relación ‘social’ (1998: 43, 44).

Encuentros impredecibles

Aunque ha sido la patogenicidad la que ha signado la conexión entre cuerpos humanos y vida microbiana –a lo que tributó no solo los trabajos de Pasteur, sino los de Koch y los descubrimientos e inmediata aceptación de los antibióticos en el siglo XX–, hay que prestar atención a algunos excedentes. El propio Pasteur, en las ‘Observations relatives à la note précédente de M. Duclaux’, confesó su interés por alimentar a un animal –desde que nace– con productos que estuviesen artificial y completamente desprovistos de microbios comunes (1885: 68). El estudio lo emprendería ‘avec la pensée préconçue que la vie, dans ces conditions, deviendrait impossible’ (Pasteur, 1885: 68).

¿Qué nos permite entender esto sobre los microorganismos y la vida con ellos? Nos posibilita reivindicar lo incalculable, lo impredecible, la otredad constitutiva que incluso un patólogo consumado como Pasteur tuvo que abrazar. Que la vida conlleva relaciones imprevisibles con la ‘otredad’ es algo que las teóricas de los nuevos materialismos han recalcado. En su formulación de la transcorporalidad, Alaimo ha resaltado que ‘trans’, al significar movimiento y multidireccionalidad, puede abrirnos a efectos y acciones indeseadas –como lo evidencia el impacto en los cuerpos de las toxinas o los alimentos transgénicos (2008: 238). Tsing, por su parte, se ha mostrado especialmente insistente en la naturaleza indeterminada de los encuentros por los cuales somos, impredeciblemente, transformados (2015: 46). Con su noción de ensamblaje alude a la apertura, a la inestabilidad, a la reunión polifónica de ritmos, escalas y tiempos de esas formas de vida divergentes que se juntan (2015: 23). Mantenernos atentos a esto, en primera instancia, revela que la creación de mundos no solo atañe a los humanos, sino que toda especie en su proceso de hacer arreglos de vida factible afecta y cambia, en formas inesperadas, el mundo de los demás (2015: 22). El trabajo de Lynn Margulis, la científica ‘rebelde’, es muy orientador para comprender las maneras en las que las bacterias crean mundos y nos envuelven en ellos. En Microcosmos, Margulis defiende que los humanos, al igual que el resto de los seres vivientes, somos recombinaciones de procesos metabólicos de las bacterias consumidoras de oxígeno y de otras formas que emergieron durante la acumulación de oxígeno atmosférico, hace aproximadamente unos dos mil millones de años (Margulis & Sagan, 1997: 195). Al mismo tiempo que nuestros cuerpos albergan microorganismos actuales, vestigios de bacterias –con un ADN extremadamente similar al de las bacterias de vida libre– se hallan, en forma de mitocondrias, en el interior de nuestras células humanas (1997: 195). Sin embargo, Margulis lamenta el tiempo excesivo que le tomó a las ciencias biológicas aceptar la simbiogénesis, aun cuando desde el primer cuarto del siglo XX existían sólidas investigaciones como las de Merezhkovski y Wallin que explicaban el origen de células con núcleo o eucariotas –como las humanas– a partir de una simbiosis entre varios tipos de bacterias (Margulis & Sagan, 1997: 119).

El ejercicio de historia evolutiva desde la perspectiva bacteriana que es Microcosmos no solo se torna relevante por su reivindicación de los microorganismos y del rol crucial que tienen para toda forma de vida (sin que ello implique el desconocimiento de los efectos adversos e indeseados que, eventualmente, puedan propiciar), sino que deviene oportuno en su intento por desestabilizar la visión antropocéntrica tradicional por la cual los humanos nos creemos superiores y desconectados del resto de los seres y del planeta mismo (Margulis & Sagan, 1997: 16-18). Asumiendo los enredos que las atracciones bacterianas –proporcionadas por Margulis– procuran, “the term ‘multispecies’ is only a stand-in for moving beyond human exceptionalism” (Tsing, 2015: 162). El descentramiento del humano pasa por reconocer el tiempo profundo de la vida al que la existencia milenaria de las bacterias nos enfrenta.

Los estudios sobre el microbioma humano que inspiran a Spačal y a Bäumel prolongan esta línea que defiende la inexistencia de una ‘absoluta dicotomía’ entre humanos y bacterias (Margulis & Sagan, 1997: 19). Tales esfuerzos científicos –incrementados a partir de 2008– nos han enfrentado a una serie de datos, cuando menos, desconcertantes. Por un lado, el 99% de los genes de nuestros cuerpos son microbianos, rebasando la cifra de diez millones; por otro, mientras que el genoma que heredamos permanece básicamente estable durante toda nuestra vida, el microbioma es en extremo diverso, dinámico y sensible a los estímulos y a los ambientes externos (Cryan et al., 2019: 1879). Por abreviar, basta apuntar el papel de la microbiota intestinal en la modulación del comportamiento motivado en nuestros estados de ánimo y en las funciones cognitivas que desarrollamos (lo que se ha dado en llamar el eje microbiota-intestino-cerebro) (Foster et al., 2017: 125).

Este tipo de hallazgos médico-científicos, en proyectos artísticos como Fifty Percent Human y Mycophone_Unison cobran otra dimensión. Comprometidos no solo con la materialidad, sino con la curiosidad (Spačal, 2015: 176), con lenguajes tecnológicos-creativos y estrategias ficcionales-afectivas estos proyectos pueden hacernos experimentar cuerpos permeables atravesados por agentes, flujos, escalas y tiempos diversos. Como ha referido Bäumel, con Fifty Percent Human pretendía crear ‘a tangible display of an imaginary world intended to break down hierarchies, dimensions and scales to engage the public in a fascination of the uncertain, the divided, the distorted, the never pure, the ever-connecting, the swarming, the open, the living and a sense of empathy’ (Bäumel, 2018: 572). El poder de la imaginación también ha sido subrayado por Alaimo y Tsing. Para la teórica de la transcorporalidad, la imaginación humana es central en el conferimiento de ‘vida’ a procesos y efectos que la ciencia revela y que, sin la intervención artística, resultarían inadvertidos. En sus palabras, el arte puede proporcionarnos marcos para comprender y preguntas para continuar (Kuznetski & Alaimo, 2020: 140). La imaginación, según Tsing, surge al hacernos cargo de nuestros encuentros imprevisibles con la ‘otredad’ y, en ese sentido, es la imaginación la que nos puede abrir a formas más colaborativas de estar en y con un mundo perturbado por humanos (2015: 5, 19).

Ética y permeabilidad

En su interés por articular con Fifty Percent Human ‘un mundo imaginario’ atravesado por relaciones empáticas, Bäumel hace un pronunciamiento ético. Desde su perspectiva, si respetamos las experiencias de diferencia, extrañeza y otredad como ineludibles en el proceso de conocernos a nosotros mismos, podemos dar lugar a encuentros éticos con el microcosmos (2018: 572). ‘¿Qué haría una bacteria?’ es la interrogante que guiaría su ética.

Aun sin eludir la proyección imaginativa de Bäumel, una consideración de esta ética del situarnos en el lugar del otro-bacteriano no deja de ser, al menos en principio, complicada. En ‘Humanities in the Anthropocene’, Chakrabarty ya se preguntaba si podríamos alguna vez estar en condiciones de valorar la existencia de virus y bacterias que nos son hostiles, más allá de reconocer en qué medida impactan negativa o positivamente en nuestras vidas (2016: 390). Para la promulgación de esta ética nada han contribuido ni las percepciones ni las acciones que la bacteriología médica ha cimentado: nuestros estómagos, nuestras pieles, nuestros cuerpos han devenido sensibles a la agencia microbiana, a menudo con resultados indeseados, por el abuso continuo de antibióticos (Chakrabarty, 2016: 290). Sin embargo, tomarse en serio los excedentes del discurso médico-científico –sobre todo los proporcionados por Pasteur y Margulis– así como los desbordamientos que Bäumel y Spačal efectúan de los datos científicos en torno al microbioma humano, puede ser significativo para redirigir nuestro camino hacia una mejor vida. Ya no solo porque permita asumir el papel constitutivo de las bacterias en todos los organismos vivientes, incluidos los humanos, sino porque muestra que los modelos bacterianos de crear mundos están basados en asociaciones, interacciones, colaboraciones mediante las cuales crean una red en la que humanos, no humanos y el planeta mismo se conectan. Ser receptivos a tales enredos, como ha defendido Tsing, es vital para superar el humano-centrismo y para sobrevivir colaborativamente en tiempos precarios (2015: 2). La pregunta ‘qué haría una bacteria’ cobra así sentido.

La ética material transcorpórea que piensa Alaimo tiene mucho que ver con esta sensibilidad postantropocéntrica. Su ética se afianza en el reconocimiento de la inseparabilidad entre la corporalidad humana y el mundo más que humano en constante intra-acción. En la medida en que seamos conscientes de que el ‘medio ambiente’ está materialmente conectado a nuestros cuerpos y lo afectamos tanto como nosotros somos afectados por él, incluso en formas impredecibles y perjudiciales, posibilidades éticas y políticas para lidiar con una crisis planetaria pueden vislumbrarse (2008: 238-239). En ese sentido, el posicionamiento ético del arte, tal como lo resalta Spačal, es crucial:

[a]rt practice requires an awareness of responsibility for its own acts because it generates critical and creative thinking; thus, it is able to create new values through asserting new connections. […] In this way, in my artistic endeavors, creating new concepts, new aesthetics is inseparable from ethics, which may potentially catalyze changes of the current situation on our planet.

(2015: 176)

Atender a la cuestión de la responsabilidad, situada por Spačal en el entrecruce entre práctica artística y ética, es insoslayable. Si se ha defendido aquí un cuerpo humano permeable abierto al ambiente y al estar con otros, ello no significa el borramiento de los límites del cuerpo ni de su singularidad. El cuerpo humano, en este horizonte, se articula en su devenir diferencial (Barad, 2003: 818), por tanto, no es que dejen de existir sus límites, lo que se pone en crisis es la naturaleza estable de esas fronteras. Tal singularidad humana es indisociable de lo que Zylinska llama ‘responsabilidad única’: una responsabilidad entendida como la forma vivencial, corpórea y afectiva que tenemos los humanos para producir conocimientos y participar éticamente del enredo siempre tecnológico en el que permanecemos con seres y procesos no humanos –incluidos microbios, nubes y calentamiento global (2014: 97). Lo que parece quedar claro es que esa responsabilidad se constituye y se transmite a través de relatos y ejercicios experimentales, creativos e imaginativos que, como los de Bäumel y Spačal, nos posibiliten tratar con la vulnerabilidad y la indeterminación de los encuentros para comprometernos con nuestra existencia compartida en tiempos de crisis y urgencia.


Notas

1. El propio Lederberg signó este interés cuando refirió que los microorganismos que habitan nuestros cuerpos han sido casi ignorados como determinantes de la salud y la enfermedad (2001). No es, por tanto, de extrañar que el Proyecto del Microbioma Humano –la iniciativa más prominente al respecto, hasta la fecha– se plantease como objetivo fundamental evidenciar las oportunidades que el control y la manipulación del microbioma humano representan para el mejoramiento de nuestra salud (NIH HMP Working Group et al., 2009: 2317).

2. Aun cuando en el prefacio a su célebre texto Medicine and the reign of technology, Reiser reconoce que existe ‘a large number and variety of factors influence medical care and the use of technology, some of them being philosophy and religion, economic and politic systems, social and cultural values’ (1978: x), no descentra a la tecnología, sino que subordina a ella y a su impacto el resto de condicionantes sociales, culturales e históricas.


Referencias

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